Las velas de la princesa

Si esta historia empezase como las demás, hace mucho mucho tiempo, en un lugar muy lejano… no tendría sentido contarla.

Si hubieran pasado muchos años a esta princesa ya no le dolería tanto el pecho. Y los versos más tristes que se hayan podido pensar no seguirían intentando abrirse paso a borbotones por sus ojos, en forma de pequeñas gotitas saladas, al no encontrar salida en su pluma, o en su voz.

Pero a esta princesa le sigue doliendo el pecho. No tanto como antes pero lo suficiente para no poder dormir sin abrazar algo blandito y suave. Y en los días tristes el sabor de la comisura de sus labios le sigue recordando al mar, a su mar, siempre tan lejano.

La princesa vivía en un viejo torreón. No era el mejor del reino, pero era su torreón.

Y vivía con un viejo sabio. No era el sabio más amigable de la región, pero era su amigo. Y como dijo otro pequeño príncipe una vez, eso lo hacía único en el mundo.

Echaba de menos a su dragón. No sabía cómo serían los demás dragones, pero este era el suyo, y estaba segura de que era el mejor dragón del mundo.

El dragón y su princesa se veían poco, pero se querían mucho. A pesar de ser muy diferentes se entendían mejor que nadie. Con una rápida mirada los dos sabían lo que estaba pensando el otro. Por eso era tan difícil para la princesa esconder el dolor del pecho cuando estaban juntos.

La almena del torreón donde estaban los aposentos de la princesa tenía un gran ventanal. Durante el día la luz llenaba la estancia de vida mostrando colores solo posibles en sueños, y por las tardes los rayos anaranjados del sol ocultándose en el horizonte abrazaban cálidamente las paredes. Pero por las noches, desde hacía un tiempo, rara vez entraba luz de luna. Y la piedra se volvía fría y oscura. Y a la princesa no le gustaba la oscuridad. Por eso, durante años había ido iluminando todos los rincones de su almena con exóticas velas, cada una diferente, cada una con un brillo y un calor especial. Las velas le servían de compañía. Su luz espantaba a los monstruos de la noche y su calor mantenía alejado el frío de la piedra. Gracias a ellas la princesa podía dormir.

Pero había noches como esta.

Noches en las que el frío era demasiado insistente y la oscuridad demasiado devoradora. Noches en las que no había ni un solo reflejo lejano de luna. Noches en las que lo único que los ojos de la princesa eran capaces de mirar eran las dos velas sin lumbre pobremente escondidas en la esquina más oscura de la almena. Una, consumida antes de tiempo. La otra, apagada por una gélida corriente sin previo aviso. Casi tres años sin la luz de la primera. Algo menos de medio año sin la luz de la segunda. No más de dos noches desde la última en la que tampoco se dignó a aparecer la luna.

Si esta historia hubiera empezado como las demás, hace mucho mucho tiempo, en un lugar muy lejano… no tendría sentido contarla.

Pero a esta princesa, esta noche, le sigue doliendo el pecho. No tanto como antes, pero lo suficiente para no poder dormir sin abrazar algo blandito y suave. Y mientras escribe estas líneas puede saborear el salitre en la comisura de sus labios.

Y sus ojos parecen no querer apartar la mirada de las dos velas sin lumbre en el rincón más oscuro de la almena.

Pero ella sabe que las demás están ahí, encendidas, calentando, alumbrando. Y sabe que dentro de unos años (no hacen falta muchos muchos) el pecho no dolerá tanto como ahora. Y que quizás, cuando se encuentre por fin en un lugar muy lejano, sus versos dejarán de ser tristes.

Mamá dijo que habría días así.

Esto también pasará.

Buenas noches.

Agnes Hightopp

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