Trenes

Siento que los trenes son relicarios de tiempos más amables. Como si al subirse a uno pareciera que todo el mundo mira la hora en su reloj de bolsillo y se quita galantemente el sombrero para saludarse y dejarse paso en los estrechos pasillos llenos de maletas que, amablemente, se ayudan mutuamente a colocar.

Solo el tren te susurra sitios que la sobria carretera oculta. Un pequeño reducto de civilización a doscientos kilómetros por hora deslizándose suavemente por los campos amarillos de Castilla con las primeras luces del alba. Serpenteando por desfiladeros imposibles a través de las nubes y las nieblas del Picos de Europa. Mostrándote los fantasmas y los esqueletos de las viejas fábricas abandonadas del noroeste más industrial, sumergiéndote en la magia de los bosques gallegos.

Los trenes, en especial los trenes antiguos, huelen diferente a cualquier otra cosa o cualquier otro lugar (solo el montacargas de casa de Nuria me recuerda a este olor algunas veces). Huelen a máquina, a moqueta y a aire enlatado. Si estás cerca del vagón seis o siete, también un poco a croissant y torrefacto antiséptico. En mi memoria también a humedad y eucaliptos al otro lado de la ventana. Y, sobre todo, siempre me han olido un poco a casa.


Agnes Hightopp

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